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Desde la perspectiva educativa, el libro escolar impreso presenta muchas desventajas frente a las posibilidades de lo digital. El texto del libro es limitado y estático. Lo que está escrito es lo que es y sólo cabe complementarlo con otros libros, sugeridos por el autor como referencia o explorados por el lector como recurso de apoyo (a los que se puede acceder pero no inmediatamente, si no acudiendo a una biblioteca o una librería, en un momento diferente y mediante desplazamiento físico)
Ese maravilloso objeto inanimado y dócil, silencioso contador de historias, compañero de viajes, paciente maestro; el libro impreso ¿está a punto de desaparecer? ¿Debemos lamentar su partida? ¿Deberían las nuevas generaciones hacer algo por rescatarlo?
Pues bien, para quienes tuvimos la oportunidad de crecer disfrutando ese misterioso y placentero encuentro con el libro impreso, descubriendo mundos e historias insospechadas y descifrando nuevo conocimiento, la idea de su posible desaparición nos llena de nostalgia y, de alguna manera, como quien se resiste a despedirse de un amigo con quien se ha construido una entrañable relación de complicidad, nos empeñamos en dudar de la posibilidad del hecho y sus posibles bondades.
Con el tiempo aprendimos a construir una especie de «diálogo» con cada autor. Algunos, atreviéndonos a transgredir esa pureza virginal de las páginas impecablemente impresas, subrayando textos y haciendo anotaciones al margen. Otros, más cuidadosos y pulcros, escribiendo notas en libretas o simplemente guardando recuerdos perdurables en la memoria.
Sin embargo, a la luz de lo que los recientes desarrollos tecnológicos nos traen en formato digital, con posibilidades insospechadas en términos de interactividad, riqueza de contenido y movilidad (por mencionar sólo algunas) no hay duda que el libro impreso ha agotado su rol.
Es legítimo pensar que existen diferencias significativas entre el libro que se lee por placer, por el delicioso placer de estimular la imaginación con una historia (real o ficticia) contada por otro, y el libro al que se accede con el propósito de contar con un recurso educativo (denominado libro escolar). Las intenciones son tan diferentes como su estructura. En tanto podría pensarse que ello marca diferencias de tal magnitud que según su propósito el libro impreso desaparecerá o no.
Dicho de manera más precisa, hay quien puede pensar que el libro, tal y como lo conocimos, pierde sentido en su papel de recurso educativo frente a las enormes posibilidades de tecnologías como el hipertexto y la multimedia, mientras que en su rol de «contador de historias» sigue vigente.
Desde la perspectiva educativa, el libro escolar impreso presenta muchas desventajas frente a las posibilidades de lo digital. El texto del libro es limitado y estático. Lo que está escrito es lo que es y sólo cabe complementarlo con otros libros, sugeridos por el autor como referencia o explorados por el lector como recurso de apoyo (a los que se puede acceder pero no inmediatamente, si no acudiendo a una biblioteca o una librería, en un momento diferente y mediante desplazamiento físico).
Este tipo de libros, adicional a sus textos, sólo puede incluir esquemas, diagramas o fotografías. Todas ellas estáticas y sin ninguna posible interacción. Adicionalmente, frente a la velocidad con la que cambia el conocimiento, su grado de obsolescencia es muy alto. Por todo ello, su papel, en tanto recurso educativo, va perdiendo utilidad y, aunque la nostalgia nos invada debemos prepararnos para despedirlo mas temprano que tarde de los escenarios educativos en todos sus niveles.
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